jueves, 11 de junio de 2009

Conversaciones gallegas

Los viajes son oportunidades para, entre otras cosas, aprender; aprender acerca de otras culturas, de nosotros mismos, acerca de diferentes formas de pensar y de nuestros prejuicios también.
Paseando por la “Madre Patria” allá en el viejo continente, me puse a pensar acerca de nuestra costumbre de tachar de gallego a cualquier habitante de España, sin discriminar entre vascos, catalanes, castellanos, aragoneses, etc. A ellos sí que les molesta. Tanto, supongo yo, como si se llamara guaraníes a todos los pueblos originarios del país: mapuches, onas, quilmes, comechigones…
Después de escuchar a varios españoles explicarme que ellos no son gallegos, sino madrileños, catalanes, aragoneses, castellanos, etc.; ya casi estaba convencida de que nuestro indiscriminado uso del término gallego como adjetivo era barbárico, ignorante, degradante, decadente…
Sin embargo, viajando en un bus Barcelona – Zaragoza (de Cataluña a Aragón, sin pasar ni por asomo por Galicia) me convencí de que ser gallego es una forma de vivir ampliamente distribuida en España.
Pero ojo, no gallego como original de Galicia. He de decir, que “gallego” ha dejado de ser un gentilicio para la cultura popular argentina. Así como la palabra mate denomina una bebida, una planta, y un recipiente, la palabra gallego, denomina una forma de vida, de pensar, de actuar y de razonar…

Zara, una muchacha muy “guapa”; pelo corto, ojos claros, tres lunares, sonrisa fácil; sube al “autobuz” con un grupo de ocho personas, vestidos de turista y siempre con un grito atorado en la garganta que parece no pueden evitar sacarlo a colación. Ellos tienen los asientos 11 al 19; desgraciadamente, yo tengo el 14...

– ¿Estamos todos? – pregunta Zara.
– Pues tío – contesta un gordito en remera roja – no lo sé. Yo sí estoy.
– Uno, dos, tres… – Zara empieza a contar como si coordinara un jardín de infantes o una colonia de vacaciones
– ¡Oye Zara! – interrumpe una mujer bajita, pelo rubio de pomo y los anteojos más feos que jamás he visto en la más perfecta sintonía con su remera marrón adornada con brillitos amarillos
– … cuatro. ¿Sí? – Zara la mira con una sonrisa que no se ha borrado de su cara desde que subió al micro
– ¿Crees que pasen una película?
– Pues, claro, tía! Para eso es esa pantalla. – Y empieza a contar de nuevo. – Uno, dos, tres…
– ¡Buenas! – saluda al grito un hombre relativamente alto, anteojos de sol de metrosexual y su remera de rugby abultando sobre su robusto cuerpo (aunque no precisamente de músculos).
– ¡Eh! – se escucha el grito colectivo de la gente viajando a mi alrededor. Por un minuto flaseé que todo el colectivo viajaba bajo la coordinación de Zara
– Al fin “haz llegao”, Javier – le sonríe Zara.

Javier barre con la mirada el grupo; me mira, detectando una intrusa, su mirada se detiene apreciativamente sobre mi pecho (¡Maldito calor que me obligó a ponerme una remera escotada!) y luego me mira a los ojos. Sonríe. El efecto no es muy halagador, es feo como el demonio y demasiado viejo para mí (o arruinado de mucha joda, ¿quién sabe?). Lo miro con mi mejor cara de “No estoy interesada, no me jodas, ni se te ocurra, dejá de mirarme las tetas” y vuelvo a concentrar mi atención en la televisión, que anuncia que la película del día será “Arturo y los minimoys”. Javier parece captar el mensaje y desvía su atención a Zara, quien ya parece acostumbrada a sus avances.
– Disculpen la demora, amigos – Javier sonríe de lado – me he entretenido en casa. – Dice, dando a entender que ha estado entretenido por una mujer. Dada la cantidad de mal disimuladas risas y ojos en blanco, asumo que nadie le cree.
– ¿Ya han llegado todos? – pregunta Javier una vez ubicado en su asiento
– Pues no lo sé, tío. Aún no he terminado de contar. Uno, dos, tres…
– ¡Joder, tío! – salta uno más atrás. Es definitivamente el más robusto. Debe entrenar a base de aceite de oliva, manteca y chocolate para ganarle a sus compañeros – Espero que pasen una buena película. ¿Tu crees que pasen una buena película, tío? – le pregunta al de la remera roja.
– Bueno, pues no sé si será buena, tío, pero ahí pone que darán “Arturo y los minimoys”.
– Ah, pues ya la he visto. Es una película muy guapa.
– ¿Es de ordenadores, no? – pregunta Javier, sonando enterado
– No, tío. Es de gnomos y tal
– Bueno, ya. Pero está hecha de ordenador, ¿no?
– Pues es de dibujos. Son unos dibujos muy guapos.
– ¿Y cómo están hechos los dibujos?
– Pues con ordenador, hombre. ¿Qué más?
– Estamos todos – sonríe Zara, quien al parecer a terminado de contar a sus discípulos. Un poco tarde dado que el micro hace un rato que está andando. – Ahora prestadme atención, por favor, les voy a pasar una hoja. Es un permiso que necesita el club para asesorarles en su imagen. – Eso explica varias cosas… – Si queréis que les podamos asesorar utilizando fotos deben autorizarnos a utilizar fotos. Aquí, en el contrato, deben firmar, poner su nombre, la flecha e indicar si autorizan o no la utilización de fotografías de vosotros. – Increíble como Zara puede dar una explicación tan larga y aburrida sin dejar de sonreír.
– ¿Qué es esto? – pregunta la rubia cuando le dan el papel

Oh. Por. Dios

– Es un contrato, guapa – contesta una pelirroja, tan natural como la rubia, entrando en la conversación. – Zarita la necesita para poder hacernos fotos.
– Ah! Claro – contesta la rubia
– ¡Qué este contrato está mal! ¡Hombre, joder! – dice Javier, con cara de entendido en contrato legal.

La sonrisa de Zara amenaza con desaparecer, pero no lo hace.

– ¿Qué dices, Javier? ¿Por qué?
– Está mal el código postal, pues. Aquí
– Ay, hombre! Tendremos que retar a Nestor, pues. – Contesta Zara tratando de disimular el tono de lo que supongo implica un sarcástico “que horror más garrafal”.
– ¿Qué hacemos con este papel, entonces? – pregunta Javier.
– Pues lo firmas, le pones tu nombre y la fecha y marcar aquí si autorizas o no el uso de las fotografías.
– Toma Zarita – una mujer más joven con el pelo atado y el maquillaje mal aplicado le entrega a Zara lo que parecen ser algunos contratos ya firmados.
– A mi no me “haz dao”, Zarita. – Dice la pelirroja desde atrás.
– Disculpa, toma – dice Zara mientras le entrega un papel y toma otro que le entrega la rubia. – Lo firmas, le pones tu nombre y la fecha y si autorizas o no, ¿vale, Nuria?
– Vale – asiente la rubia.
– Oye, Zarita – interviene la rubia nuevamente – ¿había que firmar?

Oh. Por. Dios

– Sí, Martita.
– Oh! Que yo no he “firmao”, sólo he puesto el nombre.
– Zara no contesta, pero le devuelve la hoja con su característica sonrisa.
– ¿Queréis? – dice el grandote pasando un paquete azul con la palabra Mentos en el costado.

El de remera roja mira el paquete como si le estuvieran convidando una sombrilla para el almuerzo.

– ¿Qué son?
– Hombre, son mentos
– ¿Son caramelos?
– Sí, pero son pastillas
– Vale, ¿tu quieres, Zara?
– ¿Qué cosa?
– Mentos, son como caramelos, pero son pastillas
– Vale, gracias
– ¡¡Joder, hombre!! – Grita el de remera roja cuando se pone las pastillas en la boca – ¡¡Son de menta!!

Oh. Por. Dios.

El de remera roja, un poco resentido con Javier por no avisar que los Mentos eran de menta, empieza a acariciar suavemente el brazo de la rubia, pasando sus dedos por la carne del hueco en la articulación del codo hacia arriba, pasando sus yemas por la grasita que cuelga en la parte superior y amenazando con hacerle cosquillas en la axila.
Martita suspira y cierra sus ojos, como entregada a la máxima sensualidad existente, cerrando sus sentidos a los gritos que la rodean.
La imagen de la tele cambia, pero no hay sonido. Me sorprendo, eso no pasa en Argentina, lo más normal es que en una película mala pasen el sonido a todo volumen, y en una buena, lo suficientemente alto como para que te moleste si no le das bola, pero lo suficientemente bajito como para no escuchar los diálogos. Sin embargo, inmediatamente detecto un dispositivo para enchufar auriculares. “Mierda”, pienso mientras imágenes de la indecente cantidad de auriculares que nos regalaron en el viaje anterior y que ahora descansan en la cómoda de la habitación de mi casa en Mardel pasan por mi mente. Imposible distraerse con Arturo en este viaje. (Por más de que el televisor está cerca, ni atino a esperar que pasen la película subtitulada, no se olviden que estamos en España)

­– Joder, tío. Ya ha “empezao” la película.
– No, todavía no; sólo es publicidad
– No se oye nada
– Pues ya le pondrán sonido cuando empiece la película
– Ya verán que es una película muy guapa. Aparece una princesita que es muy mona. – Acota el grandote por si alguno de sus compañeros no se había enterado de que ya la había visto
– Oye, no se escucha la película

Oh. Por. Dios.

– ¿Le subirán el volumen?
– Por ahí se ha roto
– ¿Cómo hacemos para escuchar la película? – pregunta la chica más joven al chofer que está relativamente cerca de ella
– Pues pides los cascos en boletería
– Hay que pedir los cascos en boletería – repite la chica como si el vozarrón del chofer no fuera lo suficientemente fuerte como para hacerse escuchar en todo el colectivo.

Como no veo la utilidad de cascos en este caso, asumo que hablan de auriculares.

– ¡Oye, Zara! No hemos pedido los cascos
– Oh! – dice Zara – ¿Nadie tiene una radio o unos auriculares?

Oh. Por. Dios

– No. Tenemos que pedirlos a la vuelta
– Mira, mira – dice el grandote señalando la pantalla a nadie en particular – Aquí es donde Arturo baja al mundo de los minimoys. Os dije que era una película muy guapa.
– ¿Tenés cascos, Carlos? – le pregunta la rubia mientras el de remera roja la sigue acariciando
– No, Martita. Es que ya la he visto
– ¿Qué has visto?
– La peli. Mira, esa es la princesa. ¿Verdad que es muy majita?
– Hmmm – responde la rubia cuando la mano del flaco en remera roja se acerca peligrosamente a su escote

Oh. Por. Dios.

– ¡Joder, hombre! Esperen a llegar – ríe Javier por lo bajo. Ninguno de los dos parece escuchar el dejo de celos en su voz.
– ¿Creéis que tengan tele en el hotel? – pregunta la rubia desconcertando momentáneamente al que la acaricia. – Si tienen tele, esta noche miraré “Rambo”.

WHATS!!!???

– Ja – dice el de remera roja, bajito, al de al lado – esta noche Rambo voy a ser yo. Martita mañana no sabrá ni su nombre.

Javier mira a Martita, los celos en su cara más claros que el agua. No celos por ella, asumo, sino por lo que representa. Me pregunto cuánto hace que Javier no la pone.

– ¡Oye, Zarita! ¿Falta mucho?
– Pues creo que sí, Nuria. Recién hemos “salío”.

Oh. Por. Dios.

– Oye, Zarita
– ¿Sí, Rubén?
– ¿Qué hago con este papel? ¡¿Y por qué no se escucha la película?!

OH. POR. DIOS…

Lo lamento si lastimo susceptibilidades, pero ¡Dios mío! Qué gallegada… Me pregunto si podré cambiarme de lugar…